Nagim ofrció unos 500 camellos por mí, pero no tenía a quién. Cuando le dije que yo de un hombre quiero, principalmente, que me cocine, me dedicó una mirada oblicua y entendió que no había nada que hacer. Y menos, si en el desierto hay mucha cabra y poco ordenador (yo necesito escribir, Nagim...).
Y nos llevó de la mano por aquel laberinto, alejándonos del ruido de taxis, hierros de caballo, voces extranjeras, para que apreciáramos el rojo ladrillo de la medina de Marrakesh. Y llegamos aquí:
Nagim decidió el menú, pues era el más experto, al ser él mismo bereber. Pero cuanto se quitó la chilaba y vi los vaqueros y la camisa, exclamé "Pero entonces eres normal!", y cayeron risas y risas sobre nuestra comida.
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