lunes, 13 de julio de 2009

Albóndigas Tangerinas con toque migratorio

Mi viaje a Marruecos empezó hace más de tres semanas ya.

Salí de noche, el aeropuerto estaba a un par de calles de mi casa, cuesta abajo. Para superar el miedo me había tomado unos cuantos rones, y en un momento de frivolidad me pinté un mechón de rosa fuxia. No pensé que, por ello, me encarcelarían en un cuarto abuhardillado, con una ventana a los techos del barrio de Lavapiés.
La noche nos llevó al desierto. Yo estaba muy cansada y apoyé mi pelo contra tu cuello, como si fuera un gesto antiguo, repetido y usual.
Dormimos abrazados a pesar del hambre nocturno, pasion du marroc la llaman. Y tu piel era de seda, y tus ojos llenos de ira.

Conocí a tu mamá, pero no pude reconocer instintivamente a tu padre (quizás esto hubiera cambiado el rumbo de nuestra historia). Hermanas, sobrinos, primos... me sentía rodeada de oro cual princera o reina de un domingo por el Rastro. Fuimos a nuestro parque, tras hablar con el chico de los cuadros, y allí empezaste a recitar el Corán.

Las aspiraciones de ese idioma expresivo, sus matices leves que se contruyen con tan solo abrir la boca en forma de sonrisa, de beso, de historia. Cuántas veces me sentaría en el techo a escucharte, sabiendo que aguantarías todas y cada una de mis incómodas preguntas.

Sé que el cariño brotó cuando decidimos abandonar el fast food árabe para dedicarnos a cocinar. Entonces fuimos a la carnicería halal, y un hombre con el ojo de vidrio nos picó un trozo de su mejor ternera. Compramos pan de horno de leña y cocacola (tampoco sabía que, a partir de ese momento, nunca más hubiera podido saborear la frescura afrutada de un buen Rueda).

En la casa entraba la luz de todo el barrio: Tánger se mira al espejo cada vez que una ola toca tus pies. Los recuerdos nos volvieron locos, hacía tanto que nos conocíamos, tanto que nos contábamos, y tan poco que nos habíamos abrazado... Me pediste que te ayudara a preparar las albóndigas, y yo, con mis manos chiquitas, seguí cada instrucción, mientras te miraba las caderas y el cuello. Hay comidas irresistibles. Pusiste a fuego alto el tomate con tus especias, luego les echámos las albóndigas y por último los huevos, que cuajaron y fueron a formar una salsa que tenía el sabor de tus besos.

No va a haber nunca más en mi vida otra forma de comer. África está en mi nombre y en mis dedos, y aquel día empezó otra historia, otro blog, otros cuentos, que se apoyarían en las tejas, en los aviones que contamos mientras pasaban sobre nuestras cabezas, cada uno en su ruta, con sus luces, y tú me relatabas el Islám, las prohibiciones, siempre con ese maniqueísmo que te contradistingue hasta hoy. El calor hizo que nos quedáramos desnudos contra el cielo; los viernes agreden la normalidad, y hoy llevo tu brazalete plateado, mañana te pediré ayuda para subir las maletas y anteayer te regalé la tortuga.

Quedan pocos días para que me prepares el café que, como una gata desperezándose, te pido cada mañana. Tengo que coger mi vuelo de vuelta, y sólo hemos llegado a la clase de árabe número 11, a 2 canciones de Michael Jackson y a 0 tajine de pollo.

Dicen que en Mauritania hay una haima suspendida en el cielo, desde donde se pueden contar todas las estrellas. Yo no sé contar hasta mucho, pero sé irme de puntillas, para no te despierte ningún ruido, ni el de esta mariposa volando, ni el de mi avión yéndose, otra vez, de ti, hacia ti, o qué sé yo.

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